la mirada

la mirada
Educamos porque ofrecemos una mirada, y hacemos espacio a la mirada de los demás.

Sentate que cebo unos mates.

Hola a ambos, queridos amigos
el jueves estuve hablando un poco con Eva sobre la posibilidad de empezar a trascender este espacio en el que compartimos muy rápidos y de forma muy apurada alguna de nuestras preocupaciones cotidianas. Lo que habíamos hablado el año pasado de estudiar, está claro que es muy complicado porque no contamos con el tiempo para llevarlo a cabo, pero se me ocurrió que podíamos empezar a escribir algo, como muchas veces sugirió Francisco, no?
Bueno, para arrancar, escribí algo, muy en tono diario íntimo, que se yo, es lo que salió, simplemente para empezar, no quise plantear algo muy en concreto porque quiero ver que tienen ustedes para decir, la idea es trabajar en conjunto
Yo les mando el documento con lo que escribí. La idea es que ustedes escriban también, si les interesa la propuesta. Se me ocurre que vayamos todos escribiendo en el mismo documento y que lo vayamos haciendo circular y a ver adonde nos lleva
Les mando un beso grande
Silvina

domingo, 8 de julio de 2012

Acerca de El maestro ignorante – Jacques Rancière



Leo por tercer o cuarta vez el primer capítulo, mi frágil memoria me lo requiere, me sigue generando muchas cosas esta lectura, me sigue provocando.
En primer lugar, la crítica demoledora hacia la pedagogía moderna. Crítica a la que estamos acostumbrados, que incluso sostenemos académicamente, pero que no deja de ser movilizadora desde muchos aspectos. En algún punto porque, si bien ataca a un sistema escolar y a un orden con el que no estamos alineados, ataca también una práctica que sostenemos día a día en el aula y en la que estamos en algún punto atrapados. SOMOS MAESTROS EXPLICADORES. Esto es, alguien que transmite sus conocimientos a los alumnos para elevarlos gradualmente hacia su propia ciencia. Alguien que no quiere atiborrar a los alumnos de conocimientos para que estos los repitan, sino que trata de transmitir conocimientos y formar espíritus, conduciéndolos, según una progresión ordenada, de lo más simple a lo más complejo[1].
Lo que Jacotot en su crítica concluye es que “La explicación no es necesaria para remediar la incapacidad de comprender. Por el contrario, justamente esa incapacidad es la ficción estructurante de la concepción explicadora del mundo. Es el explicador quien necesita del incapaz y no a la inversa; es él quien constituye al incapaz y no a la inversa; es él quien constituye al incapaz como tal. Explicar algo a alguien es, en primer lugar, demostrarle que no puede comprenderlo por si mismo”[2].
No nos sorprende esta crítica, no es la primera vez que nos encontramos con este tipo de cuestionamiento. Entre muchos otros podríamos acordarnos de Freire. Pero, pienso, aún así, somos parte de esto mismo que criticamos. SOMOS MAESTROS EXPLICADORES.
Es interesante ver como el análisis luego se va complejizando y hay otras variables que pienso en función de mi propia práctica.
Jacotot, y Rancière, a través de él, plantea como el método de la pedagogía moderna embrutece, en la medida que parte de la desigualdad de inteligencias entre el alumno y el pedagogo.
“Hay embrutecimiento allí donde una inteligencia está subordinada a otra inteligencia”[3].
Nosotros trabajamos en el nivel superior, espacio donde llegan quienes han transcurrido “exitosamente” en los niveles obligatorios del sistema educativo, que cada vez abarca una mayor cantidad de años y cuyos métodos de embrutecimiento se van perfeccionando sustancialmente. Esto significa que, nos encontramos con alumnos que ya han sido embrutecidos y, en algunos casos, con mucho éxito. Me pregunto como se hace para desandar un camino que los alumnos han transitado con tanta efectividad. Esto tiene un nivel de conflictividad muy grande. Son sujetos que tal vez tienen mucha dificultad para comprender, interpretar, analizar lo que leen, mucho más para debatir y para elaborar un punto de vista propio. Pero que saben muy bien lo que es la desigualdad de inteligencias, cuál es el lugar que ocupan en una institución educativa.
La experiencia de Jacotot tiene ingredientes muy interesantes, por supuesto, otro contexto, otro tiempo, otro lugar, otros otros. Pienso en esos jóvenes ávidos de saber, que tomaron ese desafío de su profesor y pudieron, sin quererlo, poner en cuestionamiento su propio lugar de pedagogo. Pienso en lo que plantea Rancière acerca de la voluntad.
“Aquél método de la igualdad era antes que nada un método de la voluntad. Se podría aprender, cuando así se lo quería, solo y sin maestro explicador mediante la tensión del deseo propio o la exigencia de una situación”[4].
Nos encontramos con alumnos que, en su tránsito exitoso por el sistema educativo, se han convertido, en muchos casos en sujetos sin voluntad. De qué manera se trabaja con este punto de partida.
Pero no quiero centrarme únicamente en los alumnos y sus dificultades, no es la intención hoy, como hacemos tantas veces, de poner el problema en ellos, aún cuando los pensemos no como responsables sino como producto de años de maestros explicadores.
Hay algo clave que aquí se plantea y que me parece fundamental. Jacotot plantea que la pedagogía puede ser embrutecedora o que puede ser también emancipadora. Esto último se materializaría en su experiencia. Una experiencia que toma como punto de partida y no como punto de llegada a la igualdad de las inteligencias. Ahora bien, también plantea que no puede un pedagogo ayudar a emanciparse a otros si no está emancipado él mismo. “Para emancipar a un ignorante, es necesario -y basta con- estar uno mismo emancipado, es decir, ser consciente del verdadero poder de la mente humana. El ignorante aprenderá por su cuenta lo que el maestro ignora, si el maestro cree que puede y lo obliga a actualizar su capacidad”[5].
Sigo pensando. En mis propias inseguridades como docente, lo que se, como lo se, hasta donde lo se, todo lo que no se. Tal vez, la cosa pasa por ahí, pero también por otro lado.


[1] Pág. 17
[2] Pág. 21
[3] Pág. 28
[4] Pág. 27
[5] Pág. 31

lunes, 2 de abril de 2012

Primer semana de clases

La semana que pasó fue la primer clase para los primeros años en el instituto. El inicio de clase es el momento para ser optimistas, respecto de uno mismo y de los demás. Uno piensa que este año va a estar más organizado, más dedicado, que va a ser mejor que el año anterior, etc, y también tenemos expectativas positivas respecto del grupo que nos va a tocar, que va a entusiasmarse con lo que proponemos, que va a participar, en fin, algo similar a lo que hacemos a fin de año, cuando tenemos la ilusión de que el cambio de un día a otro es borrón y cuenta nueva y una nueva oportunidad de estar y ser mejor. Es una arbitrariedad, si lo razonamos no tiene demasiado sentido, pero no podemos evitarlo, nos ayuda a sobrevivir.

Lo cierto es que este año durante febrero estuve leyendo unas cuantas cosas, libros que me voy comprando y que quedan a la espera de un poco de tiempo. Modifiqué unas cuantas cosas de los programas, me pude dedicar bastante, me entusiasmé. Hay materias que nunca me dejan del todo conforme y por lo tanto siempre quiero cambiar algo. Eso no se si es bueno o malo, puede ser un signo de reflexibidad constante o también de inseguridad, probablemente un poco de cada una.

En fin, en febrero estaba con entusiasmo asi que solo faltaba arrancar. El inicio da una sensación rara, me pasa con muchas cosas, me cuesta arrancar pero una vez que uno está allí, la cosa cambia. La cuestión es que para el jueves, ya estaba aburrida, desganada y confundida. Las primeras clases son de poner las cosas en claro, plantear las pautas de trabajo, la dinámica de las clases, las pautas de evaluación, una descripción del programa, etc. Todo eso llevó mis primeras clases y me repetí a mi misma que en primer año eso lleva tiempo pero que es necesario porque es primer año y hace falta. Claro, los alumnos ponían cara de embole, no es algo muy entretenido que digamos. Y yo me fui desinflando a medida que pasaba la semana porque todas las clases eran iguales y me aburría volver a repetir todo de nuevo… ¿Será necesario hacer todas estas aclaraciones el primer día? Empiezo a preguntarme eso que me sostenía en la primer clase…

El jueves era la tercera vez que daba la misma clase, porque es una materia que la tengo en tres grupos diferentes. Con el mismo grupo tengo otra materia así que ya los había visto el martes. Al grupo que viene después también lo había visto, tenía con ambos grupos materias cruzadas. En el contexto del embole que venía teniendo y de lo cruzado de los grupos se me hizo una ensalada como se les presenta a los alumnos cuando preguntan: ¿y esta que materia es? Tuve que poner en claro varias veces en mi cabeza que materias iba a dar en cada curso antes de ir para el instituto.

Así llegué a clase, como ya había visto a ese grupo esta semana y ya había hecho aclaraciones que eran comunes a ambas materias, describí el programa y arranqué con la lectura de un artículo: “Educar contra la humillación”, de Pablo Gentili. El artículo, que reflexiona sobre el valor de la educación, comienza con un relato de una experiencia de alfabetización. Elegí empezar con ese artículo por eso, por el valor de empezar con un relato, que puede resultar mucho más amigable que empezar por un texto teórico y puede ayudar a romper el hielo para empezar a hablar de estos temas, y para ver por donde anda el grupo de alumnos. La idea era leer el relato, que era además muy conmovedor porque los adultos recibían junto con su certificación, su documento de identidad, que por primera vez podían firmar ellos mismos y una de las protagonistas de este proceso, una mujer mayor, planteaba que esto era un acto de dignidad. El resto del artículo ya era más académico. Por eso les pedí que en primera instancia leyeran el relato. Les indiqué entonces que leyeran y yo me fui a la fotocopiadora, porque los primeros días está lleno de gente y cuesta encontrar un momento para acercarse. Cuando volví de la fotocopiadora, en unos pocos minutos, el grupo, unas 60 alumnas de inicial, estaban en silencio. Me llamó la atención el clima del grupo, porque en general pasa que uno da algo a leer y una vez concluido se genera bullicio, conversación, de hecho era lo que sucedía cuando llegué al curso. ¿Terminaron?, pregunté, y el grupo asintió… entonces me di cuenta de que estaban conmovidas con el relato. Quedé total y gratamente sorprendida. Si bien el objetivo era ese, se trataba de un relato conmovedor, generalmente no es ese el resultado. Las alumnas de inicial, en general, forman parte del grupo de actuales jóvenes y adolescentes que identificamos con un desgano y una apatía muy preocupante. Encontrar un grupo de jóvenes que en una clase de pedagogía se conmuevan con este relato formaba parte de algo buscado, pero no esperado evidentemente. El resto de la clase transcurrió compartiendo experiencias y sensaciones acorde a lo que veníamos planteando. Por suerte esto salvó mi semana.

martes, 13 de marzo de 2012

El maestro ignorante

Hola amigos, estimados colegas. Comparto con ustedes una lectura, es el primer capítulo del libro El maestro ignorante, de Jacques Ranciere.

J a c q u e s R a n c i è r e , E l m a e s t r o i g n o r a n t e

Capítulo Primero

Una aventura intelectual

En el año 1818, Joseph Jacotot, lector de literatura francesa en la Universidad de Lovaina, tuvo una aventura intelectual.

Una carrera larga y accidentada le tendría que haber puesto, a pesar de todo, lejos de las sorpresas: celebró sus diecinueve años en 1789. Por entonces, enseñaba retórica en Dijon y se preparaba para el oficio de abogado. En 1792 sirvió como artillero en el ejército de la República. Después, la Convención lo nombró sucesivamente instructor militar en la Oficina de las Pólvoras, secretario del ministro de la Guerra y sustituto del director de la Escuela Politécnica. De regreso a Dijon, enseñó análisis, ideología y lenguas antiguas, matemáticas puras y transcendentes y derecho. En marzo de 1815, el aprecio de sus compatriotas lo convirtió, a su pesar, en diputado. El regreso de los Borbones le obligó al exilio y así obtuvo, de la generosidad del rey de los Países Bajos, ese puesto de profesor a medio sueldo. Joseph Jacotot conocía las leyes de la hospitalidad y esperaba pasar días tranquilos en Lovaina.

El azar decidió de otra manera. Las lecciones del modesto lector fueron rápidamente apreciadas por los estudiantes. Entre aquellos que quisieron sacar provecho, un buen número ignoraba el francés. Joseph Jacotot, por su parte, ignoraba totalmente el holandés. No existía pues un punto de referencia lingüístico mediante el cual pudiera instruirles en lo que le pedían. Sin embargo, él quería responder a los deseos de ellos. Por eso hacía falta establecer, entre ellos y él, el lazo mínimo de una cosa común. En ese momento, se publicó en Bruselas una edición bilingüe de Telémaco. La cosa en común estaba encontrada y, de este modo, Telémaco entró en la vida de Joseph Jacotot. Hizo enviar el libro a los estudiantes a través de un intérprete y les pidió que aprendieran el texto francés ayudándose de la traducción. A medida que fueron llegando a la mitad del primer libro, les hizo repetir una y otra vez lo que habían aprendido y les dijo que se contentasen con leer el resto al menos para poderlo contar. Había ahí una solución afortunada, pero también, a pequeña escala, una experiencia filosófica al estilo de las que se apreciaban en el siglo de la Ilustración. Y Joseph Jacotot, en 1818, era todavía un hombre del siglo pasado.

La experiencia sobrepasó sus expectativas. Pidió a los estudiantes así preparados que escribiesen en francés lo que pensaban de todo lo que habían leído. «Se esperaba horrorosos barbarismos, con impotencia absoluta quizá. ¿Cómo todos esos jóvenes privados de explicaciones podrían comprender y resolver de forma efectiva las dificultades de una lengua nueva para ellos? ¡No importa!. Era necesario ver dónde les había conducido este trayecto abierto al azar, cuáles eran los resultados de este empirismo desesperado. Cuál no fue su sorpresa al descubrir que sus alumnos, entregados a sí mismos, habían realizado este difícil paso tan bien como lo habrían hecho muchos franceses. Entonces, ¿no hace falta más que querer para poder? ¿Eran pues todos los hombres virtualmente capaces de comprender lo que otros habían hecho y comprendido?»

Tal fue la revolución que esta experiencia azarosa provocó en su interior. Hasta ese momento, había creído lo que creían todos los profesores concienzudos: que gran tarea del maestro es transmitir sus conocimientos a sus discípulos para elevarlos gradualmente hacia su propia ciencia. Sabía como ellos que no se trataba de atiborrar a los alumnos de conocimientos, ni de hacérselos repetir como loros, pero sabía también que es necesario evitar esos caminos del azar donde se pierden los espíritus todavía incapaces de distinguir lo esencial de lo accesorio y el principio de la consecuencia. En definitiva, sabía que el actoesencial del maestro era explicar, poner en evidencia los elementos simples de los conocimientos y hacer concordar su simplicidad de principio con la simplicidad de hecho que caracteriza a los espíritus jóvenes e ignorantes. Enseñar era, al mismo tiempo, transmitir conocimientos y formar los espíritus, conduciéndolos, según un orden progresivo, de lo más simple a lo más complejo. De este modo el discípulo se educaba, mediante la apropiación razonada del saber y a través de la formación del juicio y del gusto, en tan alto grado como su destinación social lo requería y se le preparaba para funcionar según este destino: enseñar, pleitear o gobernar para las elites letradas; concebir, diseñar o fabricar instrumentos y máquinas para las vanguardias nuevas que se buscaba ahora descubrir entre la elite del pueblo; hacer, en la carrera científica, descubrimientos nuevos para los espíritus dotados de ese genio particular. Sin duda, los procedimientos de esos hombres de ciencia divergían sensiblemente del orden razonado de los pedagogos. Pero no se extraía de eso ningún argumento contra ese orden. Al contrario, inicialmente es

necesario haber adquirido una formación sólida y metódica para dar vía libre a las singularidades del genio. Post hoc, ergo propter hoc.

Así razonaban todos los profesores concienzudos. Y así razonó y actuó Joseph Jacotot, en los treinta años de profesión. Pero ahora el grano de arena ya se había introducido por azar en la maquinaria. No había dado a sus «alumnos» ninguna explicación sobre los primeros elementos de la lengua. No les había explicado ni la ortografía ni las conjugaciones. Ellos solos buscaron las palabras francesas que correspondían a las palabras que conocían y las justificaciones de sus desinencias. Ellos solos aprendieron cómo combinarlas para hacer, en su momento, oraciones francesas: frases cuya ortografía y gramática eran cada vez más exactas a medida que avanzaban en el libro; pero sobretodo eran frases de escritores y no de escolares. Entonces, ¿eran superfluas las explicaciones del maestro? O, si no lo eran, ¿a quiénes y para qué eran entonces útiles esas explicaciones?

El orden explicador

Una luz repentina iluminó brutalmente, en el espíritu de Joseph Jacotot, esa evidencia ciega de cualquier sistema de enseñanza: la necesidad de explicaciones. Sin embargo, ¿qué hay más seguro que esta evidencia? Nadie conoce realmente más que lo que ha comprendido. Y, para que comprenda, es

necesario que le hayan dado una explicación, que la palabra del maestro haya roto el mutismo de la materia enseñada.

Esta lógica, sin embargo, no deja de comportar cierta oscuridad. Veamos por ejemplo un libro en manos de un alumno. Este libro se compone de un conjunto de razonamientos destinados a hacer comprender una materia al alumno. Pero enseguida es el maestro el que toma la palabra para explicar el libro. Realiza una serie de razonamientos para explicar el conjunto de razonamientos que constituyen el libro. Pero ¿por qué el libro necesita de tal ayuda? En vez de pagar a un explicador, el padre de familia ¿no podría simplemente entregar el libro a su hijo y el niño comprender directamente los razonamientos del libro? Y si no los comprende, ¿por qué debería comprender mejor los razonamientos que le explicarán lo que no ha comprendido? ¿Son éstos de otra naturaleza? ¿Y no será necesario en este caso explicar todavía la manera de comprenderlos?

La lógica de la explicación comporta de este modo el principio de una regresión al infinito: la reproducción de las razones no tiene porqué parar nunca. Lo que frena la regresión y da al sistema su base es simplemente que el explicador es el único juez del punto donde la explicación está ella misma explicada. Es el único juez de esta pregunta en sí misma vertiginosa: ¿ha comprendido el alumno los razonamientos que le enseñan a comprender los razonamientos? Es ahí donde el maestro supera al padre de familia: ¿Cómo estará éste seguro de que el niño ha comprendido los razonamientos del libro? Lo que le falta al padre de familia, lo que faltará siempre al trío que forma con el niño y el libro, es ese arte singular del explicador: el arte de la distancia. El secreto del maestro es saber reconocer la distancia entre el material enseñado y el sujeto a instruir, la distancia también entre aprender y comprender. El explicador es quien pone y suprime la distancia, quien la despliega y la reabsorbe en el seno de su palabra.

Este estatuto privilegiado de la palabra sólo suprime la regresión al infinito para instituir una jerarquía paradójica. En el orden explicador, de hecho, hace falta generalmente una explicación oral para explicar la explicación escrita. Eso supone que los razonamientos están más claros, se graban mejor en el espíritu del alumno, cuando están dirigidos por la palabra del maestro, la cual se disipa en el instante, que cuando están inscritos en el libro con caracteres imborrables. ¿Cómo hay que entender este privilegio paradójico de la palabra sobre el escrito, del oído sobre la vista? ¿Qué relación hay entonces entre el poder de la palabra y el poder del maestro?

Esta paradoja se encuentra enseguida con otra: las palabras que el niño aprende mejor, aquellas de las que absorbe mejor el sentido, de las que se apropia mejor para su propio uso, son aquellas que aprende sin maestro explicador, con anterioridad a cualquier maestro explicador. En el rendimiento desigual de los diversos aprendizajes intelectuales, lo que todos los niños aprenden mejor es lo que ningún maestro puede explicarles, la lengua materna. Se les habla y se habla alrededor de ellos. Ellos oyen y retienen, imitan y repiten, se equivocan y se corrigen, tienen éxito por suerte y vuelven a empezar por método, y, a una edad demasiado temprana para que los explicadores puedan empezar sus instrucciones, son prácticamente todos –sea cual sea su sexo, su condición social y el color de su piel– capaces de comprender y hablar la lengua de sus padres.

Ahora bien, este niño que ha aprendido a hablar a través de su propia inteligencia y aprendiendo de aquellos maestros que no le explicaban la lengua, empieza ya su instrucción propiamente dicha. A partir de ahora, todo sucederá como si ya no pudiese aprender más con ayuda de la misma inteligencia que le ha servido hasta entonces, como si la relación autónoma del aprendizaje con la verificación le fuese a partir de ahora ajena. Entre el uno y la otra, se ha establecido ahora una opacidad. Se trata de comprender y sólo esta palabra lanza un velo sobre cualquier cosa: comprender es eso que el niño no puede hacer sin las explicaciones de un maestro. Y pronto tendrá tantos maestros como materias para comprender, impartidas en un cierto orden progresivo. Se añade la circunstancia extraña de que estas explicaciones, desde que comenzó la era del progreso, no dejan de perfeccionarse para explicar mejor, para hacer comprender mejor, para aprender mejor a aprender, sin que podamos medir nunca un perfeccionamiento correspondiente en la susodicha comprensión. Más aún, comienza a formarse el triste rumor que no cesará de amplificarse, el de una reducción continua de la eficacia del sistema explicativo, el cual necesita obviamente de un nuevo perfeccionamiento para convertir las explicaciones en más comprensibles para aquellos que no las comprenden...

La revelación que se apoderó de Joseph Jacotot se concentra en esto: es necesario invertir la lógica del sistema explicador. La explicación no es necesaria para remediar una incapacidad de comprensión. Todo lo contrario, esta incapacidad es la ficción que estructura la concepción explicadora del mundo. El explicador es el que necesita del incapaz y no al revés, es él el que constituye al incapaz como tal. Explicar alguna cosa a alguien, es primero demostrarle que no puede comprenderla por sí mismo. Antes de ser el acto del pedagogo, la explicación es el mito de la pedagogía, la parábola de un mundo dividido en espíritus sabios y espíritus ignorantes, espíritus maduros e inmaduros, capaces e incapaces, inteligentes y estúpidos La trampa del explicador consiste en este doble gesto inaugural. Por un lado, es él quien decreta el comienzo absoluto: sólo ahora va a comenzar el acto de aprender. Por otro lado, sobre todas las cosas que deben aprenderse, es él quien lanza ese velo de la ignorancia que luego se encargará de levantar. Hasta que él llegó, el niño tanteó a ciegas, adivinando. Ahora es cuando va a aprender. Oía las palabras y las repetía. Ahora se trata de leer y no entenderá las palabras si no entiende las sílabas, las sílabas si no entiende las letras que ni el libro ni sus padres podrían hacerle entender, tan sólo puede la palabra del maestro. El mito pedagógico, decíamos, divide el mundo en dos. Pero es necesario decir más precisamente que divide la inteligencia en dos. Lo que dice es que existe una inteligencia inferior y una inteligencia superior. La primera registra al azar las percepciones, retiene, interpreta y repite empíricamente, en el estrecho círculo de las costumbres y de las necesidades. Esa es la inteligencia del niño pequeño y del hombre del pueblo. La segunda conoce las cosas a través de la razón, procede por método, de lo simple a lo complejo, de la parte al todo. Es ella la que permite al maestro transmitir sus conocimientos adaptándolos a las capacidades intelectuales del alumno y la que permite comprobar que el alumno ha comprendido bien lo que ha aprendido. Tal es el principio de la explicación. Tal será en adelante para Jacotot el principio del atontamiento.

Entendámoslo bien y, para eso, expulsemos de nuestra mente las imágenes conocidas. El atontador no es el viejo maestro obtuso que llena la cabeza de sus alumnos de conocimientos indigestos, ni el ser maléfico que utiliza la doble verdad para garantizar su poder y el orden social. Al contrario, el maestro atontador es tanto más eficaz cuanto es más sabio, más educado y más de buena fe. Cuanto más sabio es, más evidente le parece la distancia entre su saber y la ignorancia de los ignorantes. Cuanto más educado está, más evidente le parece la diferencia que existe entre tantear a ciegas y buscar con método, y más se preocupará en substituir con el espíritu a la letra, con la claridad de las explicaciones a la autoridad del libro. Ante todo, dirá, es necesario que el alumno comprenda, y por eso hay que explicarle cada vez mejor. Tal es la preocupación del pedagogo educado: ¿comprende el pequeño? No comprende. Yo encontraré nuevos modos para explicarle, más rigurosos en su principio, más atractivos en su forma. Y comprobaré que comprendió.

Noble preocupación. Desgraciadamente, es justamente esa pequeña palabra, esa consigna de los educados –comprender– la que produce todo el mal. Es la que frena el movimiento de la razón, la que destruye su confianza en sí misma, la que la expulsa de su propio camino rompiendo en dos el mundo de la inteligencia, instaurando la separación entre el animal que busca ciegas y el joven educado, entre el sentido común y la ciencia. Desde que se pronunció esta consigna de la dualidad, todo perfeccionamiento en la manera de hacer comprender, esa gran preocupación de los metodistas y de los progresistas, es un progreso hacia el atontamiento. El niño que balbucea bajo la amenaza de los golpes obedece a la férula, y ya está: aplicará su inteligencia para otra cosa. Pero el pequeño explicado, él, empleará su inteligencia en ese trabajo de duelo: com–prender, es decir, comprender que no comprende si no se le explica. Ya no está bajo la férula que le somete, está en la jerarquía del mundo de las inteligencias. Por lo demás, está tranquilo como el otro: si la solución del problema es demasiado difícil de buscar, tendrá la suficiente inteligencia para abrir bien los ojos. El maestro es vigilante y paciente. Verá que el pequeño ya no le sigue, volverá a ponerlo en el camino explicándole nuevamente. Así el pequeño adquiere una nueva inteligencia, la de las explicaciones del maestro. Más tarde él también podrá ser a su vez explicador. Posee los mecanismos. Pero los mejorará: será hombre de progreso.

El azar y la voluntad

Así funciona el mundo de los explicadores explicados. Así tendría que haber sido también para el profesor Jacotot si el azar no lo hubiera puesto en presencia de un hecho. Y Joseph Jacotot pensaba que todo razonamiento debe partir de los hechos y ceder ante ellos. No entendamos por ello que era materialista. Al contrario: como Descartes, que probaba el movimiento caminando, pero también como su contemporáneo, el muy monárquico y religioso Maine de Biran, consideraba los hechos del espíritu activo que tomaba conciencia de su actividad como más ciertos que toda cosa material. Y se trataba precisamente de eso: el hecho era que estos estudiantes aprendieron a hablar y escribir en francés sin la ayuda de sus explicaciones. No les transmitió nada de su ciencia, ni les explicó nada de los radicales y de las flexiones de la lengua francesa. No procedió a la manera de estos pedagogos reformadores que, como el preceptor del Emilio, extravían a sus alumnos para guiarlos mejor y balizan con astucia un recorrido de obstáculos que es necesario aprender a cruzar por uno mismo. Él los había dejado solos con el texto de Fénelon, una traducción –ni siquiera interlineal, al modo escolar– y su voluntad de aprender francés. Solamente les había ordenado cruzar un bosque del que ignoraba las salidas. La necesidad le obligó a dejar enteramente fuera del juego su inteligencia, esa inteligencia mediadora del maestro que conecta la inteligencia que está grabada en las palabras escritas con la inteligencia del aprendiz. Y, al mismo tiempo, había suprimido esa distancia imaginaria que es el principio del atontamiento pedagógico. Todo se había jugado forzosamente entre la inteligencia de Fénelon que quiso hacer un cierto uso de la lengua francesa, la del traductor que quiso ofrecer un equivalente en holandés y sus inteligencias de aprendices que querían aprender la lengua francesa.

Y resultó que no fue necesaria ninguna otra inteligencia. Sin pensar en ello, les había hecho descubrir aquello que él descubría con ellos: todas las frases, y por consecuencia todas las inteligencias que las producen, son de la misma naturaleza. Comprender sólo es traducir, es decir, proporcionar el equivalente de un texto pero no su razón. No hay nada detrás de la página escrita, nada de doble fondo que requiera el trabajo de una inteligencia otra, la del explicador; nada del lenguaje del maestro, de la lengua cuyas palabras y frases tengan el poder de decir la razón de las palabras y de las frases de un texto. Los estudiantes flamencos habían proporcionado la prueba: sólo tenían a su disposición para hablar de Telémaco las palabras de Telémaco. Basta pues con las frases de Fénelon para comprender las frases de Fénelon y para decir lo que se ha comprendido en ellas. Aprender y comprender son dos maneras de expresar el mismo acto de traducción. No hay nada detrás de los textos sino la voluntad de expresarse, es decir, de traducir. Si ellos habían comprendido la lengua tras haber aprendido Fénelon, no era simplemente por la práctica de comparar la página de la izquierda con la página de la derecha. Lo que cuenta no es pasar de página, sino la capacidad de decir lo que se piensa con las palabras de los otros. Si aprendieron eso de Fénelon era porque el mismo acto de Fénelon como escritor era un acto de traductor: para traducir una lección de política en un relato legendario, Fénelon había puesto en el francés de su siglo el griego de Homero, el latín de Virgilio y la lengua, sabia o ingenua, de otros cientos de textos, desde cuentos de niños a historias eruditas. Él había aplicado a esta doble traducción la misma inteligencia que ellos empleaban a su vez para decir con las frases de su libro lo que pensaban de su libro.

Pero además, la inteligencia que les hizo aprender el francés en Telémaco era la misma con la que aprendieron la lengua materna: observando y reteniendo, repitiendo y comprobando, relacionando lo que pretendían conocer con lo que ya conocían, haciendo y reflexionando en lo que habían hecho. Hicieron lo que no se debe hacer, como hacen los niños, ir a ciegas, adivinando. Y entonces surgió la pregunta: ¿No habría que invertir el orden admitido de los valores intelectuales? ¿No será este método vergonzoso de la adivinanza el verdadero movimiento de la inteligencia humana que toma posesión de su propio poder? Su abolición ¿no buscaba desde el principio la voluntad de cortar en dos el mundo de la inteligencia? Los metodistas oponen al equivocado método del azar el planteamiento por razón. Pero se dan de antemano lo que quieren probar. Suponen una cría de animal que explora golpeándose a las cosas, a un mundo que no es aún capaz de ver y que justamente ellos le enseñarán a distinguir. Pero el niño es básicamente un ser de palabra. El niño que repite las palabras oídas y el estudiante flamenco “perdido” en su Telémaco no progresan aleatoriamente. Todo su esfuerzo, toda su búsqueda, se centra en esto: quieren reconocer una palabra de hombre que les ha sido dirigida y a la cual quieren responder, no como alumnos o como sabios, sino como hombres; como se responde a alguien que os habla y no a alguien que os examina: bajo

el signo de la igualdad.

El hecho estaba ahí: aprendieron solos y sin maestro explicador. Y lo que ha sucedido una vez siempre puede repetirse. Además, este descubrimiento podía invertir los principios del profesor Jacotot. Pero el hombre Jacotot estaba verdaderamente en mejores condiciones de reconocer la diversidad de lo que se puede esperar de un hombre. Su padre había sido carnicero, antes de llevar las cuentas de su abuelo, el carpintero que envió a su nieto al colegio. Él mismo era profesor de retórica cuando le tocó ir al ejército en 1792. El voto de sus camaradas lo convirtió en capitán de artillería y se comportó como un artillero destacado. En 1793, en la Oficina de las Pólvoras, este latinista se había hecho instructor de química para la formación acelerada de esos obreros a los que luego se enviaba a aplicar, sobre todos los puntos del territorio, los descubrimientos de Fourcroy. En casa del mismo Fourcroy había conocido a Vauquelin, ese hijo de campesino que se había hecho una formación de químico a escondidas de su patrón. En la Escuela Politécnica había visto llegar a todos esos jóvenes a los que comisiones improvisadas habían seleccionado según el doble criterio de la vivacidad de su espíritu y de su patriotismo. Y los había visto convertirse en matemáticos muy buenos, menos por las matemáticas que Monge o Lagrange les explicaban que por aquéllas que hacían ante ellos. Él mismo había aprovechado sus funciones administrativas para darse una competencia de matemático que ejerció más tarde en la Universidad de Dijon. Del mismo modo que había agregado el hebreo a las lenguas antiguas que enseñaba y había compuesto un Ensayo sobre la gramática hebraica. Pensaba, Dios sabe el porqué, que esta lengua tenía futuro. Finalmente obtuvo, a su pesar pero con la mayor firmeza, la competencia de representante del pueblo. En resumen, sabía lo que la voluntad de los individuos y el peligro de la patria podían hacer nacer de capacidades inéditas en circunstancias en las que la urgencia obligaba a quemar las etapas de la progresión explicativa. Pensó que este estado de excepción, exigido por la necesidad de la nación, no difería en su principio de esta urgencia que dirige la exploración del mundo por el niño o de esta otra que fuerza la vía singular de los sabios y de los inventores. A través de la experiencia del niño, del sabio y del revolucionario, el método del azar practicado con éxito por los estudiantes flamencos revelaba su segundo secreto. Este método de la igualdad era principalmente un método de la voluntad. Se podía aprender solo y sin maestro explicador cuando se quería, o por la tensión del propio deseo o por la dificultad de la situación.

El Maestro emancipador

Esta dificultad tomó circunstancialmente la forma de la consigna dada por Jacotot. Y de ello resultaba una consecuencia capital, no ya para los alumnos sino para el maestro. Los alumnos aprendieron sin maestro explicador, pero no por ello sin maestro. Antes no sabían, y ahora sabían. Luego Jacotot les enseñó algo. Sin embargo, no les comunicó nada de su ciencia. Por lo tanto no era la ciencia del maestro lo que el alumno aprendía. Él había sido maestro por la orden que había encerrado a sus alumnos en el círculo de dónde podían salir por sí mismos, retirando su inteligencia del juego para dejar que sus inteligencias se enfrentasen con la del libro. De este modo se habían disociado las dos funciones que une la práctica del maestro explicador, la del sabio y la del maestro. Asimismo, se habían separado, liberadas la una en relación con la otra, las dos facultades que se ponen en juego en el acto de aprender: la inteligencia y la voluntad. Entre el maestro y el alumno se había establecido una pura relación de voluntad a voluntad: una relación de dominación del maestro que había tenido como consecuencia una relación completamente libre de la inteligencia del alumno con la inteligencia del libro –esta inteligencia del libro que era también la cosa común, el vínculo intelectual igualitario entre el maestro y el alumno–. Este dispositivo permitía desenredar las categorías mezcladas del acto pedagógico y definir exactamente el atontamiento explicativo. Existe atontamiento allí donde una inteligencia está subordinada a otra inteligencia El hombre –y el niño en particular– puede necesitar un maestro cuando su voluntad no es lo bastante fuerte para ponerlo y mantenerlo en su trayecto. Pero esta sujeción es puramente de voluntad a voluntad. Y se vuelve atontadora cuando vincula una inteligencia con otra inteligencia. En el acto de enseñar y aprender hay dos voluntades y dos inteligencias. Se llamará atontamiento a su coincidencia. En la situación experimental creada por Jacotot, el alumno estaba vinculado a una voluntad, la de Jacotot, y a una inteligencia, la del libro, enteramente distintas. Se llamará emancipación a la diferencia conocida y mantenida de las dos relaciones, al acto de una inteligencia que sólo obedece a sí misma, aunque la voluntad obedezca a otra voluntad.

Esta experiencia pedagógica llevaba así a una ruptura con la lógica de todas las pedagogías. La práctica de los pedagogos se sustenta sobre la oposición entre la ciencia y la ignorancia. Los pedagogos se distinguen por los medios elegidos para convertir en sabio al ignorante: métodos duros o blandos, tradicionales o modernos, pasivos o activos, de los cuales se puede comparar el rendimiento. Desde este punto de vista, se podría, en un primer enfoque, comparar la rapidez de los alumnos de Jacotot con la lentitud de los métodos tradicionales. Pero, en realidad, no había nada que comparar. La confrontación de los métodos supone un acuerdo mínimo sobre los fines del acto pedagógico: transmitir los conocimientos del maestro al alumno. Ahora bien Jacotot no había transmitido nada. No había utilizado ningún método. El método era puramente el del alumno. Y aprender más o menos rápido el francés es, en sí mismo, una cosa de poca transcendencia. La comparación no se establecía ya entre métodos sino entre dos usos de la inteligencia y entre dos concepciones del orden intelectual. La vía rápida no era la de una pedagogía mejor. Era otra vía, la de la libertad, esta vía que Jacotot había experimentado en los ejércitos del año 11, en la fabricación de las pólvoras o en la instalación de la Escuela Politécnica: la vía de la libertad respondiendo a la urgencia de un peligro, pero también la vía de la confianza en la capacidad intelectual de todo ser humano. Bajo la relación pedagógica de la ignorancia a la ciencia había que reconocer la relación filosófica más fundamental del atontamiento a la emancipación. Había así no dos sino cuatro términos en juego. El acto de enseñar podía producirse según cuatro determinaciones diversamente combinadas: por un maestro emancipador o por un maestro atontador; por un maestro sabio o por un maestro ignorante.

La última proposición era la más dura de aceptar. Pues aún se puede entender que un sabio deba prescindir de explicar su ciencia. ¿Pero cómo admitir que un ignorante pueda ser para otro ignorante causa de ciencia? La experiencia misma de Jacotot era ambigua por su calidad como profesor de francés. Pero puesto que había mostrado al menos que no era el conocimiento del maestro lo que instruía al alumno, nada impedía al maestro enseñar otra cosa que su saber, enseñar lo que ignoraba. Entonces Joseph Jacotot se dedicó a variar las experiencias para repetir, intencionalmente, lo que la casualidad había producido una vez. De este modo, se puso a enseñar dos materias en las cuales su incompetencia era probada, la pintura y el piano. Los estudiantes de derecho hubiesen querido que se le diera una cátedra vacante en su Facultad. Pero la Universidad de Lovaina ya se inquietaba por este lector extravagante por quien se abandonaban los cursos magistrales, y por quien se iban a apretujarse por la noche en una sala demasiado pequeña con tan solo la luz de dos velas, para oírle decir: «Es necesario que les enseñe que no tengo nada que enseñarles.»2 Por consiguiente, la autoridad consultada respondió que no veía título alguno para esta enseñanza. Precisamente él se ocupaba entonces en experimentar la divergencia entre el título y el acto. Entonces, en lugar de hacer en francés un curso de derecho, enseñó a los estudiantes a pleitear en holandés. Y pleitearon muy bien, pero él seguía ignorando el holandés.

El círculo de la potencia

La experiencia le pareció suficiente para entenderlo: se puede enseñar lo que se ignora si se emancipa al alumno, es decir, si se le obliga a usar su propia inteligencia. Maestro es el que encierra a una inteligencia en el círculo arbitrario de dónde sólo saldrá cuando se haga necesario para ella misma. Para emancipar a un ignorante, es necesario y suficiente con estar uno mismo emancipado, es decir, con ser consciente del verdadero poder del espíritu humano. El ignorante aprenderá sólo lo que el maestro ignora si el maestro cree que puede y si le obliga a actualizar su capacidad: círculo de la potencia homólogo a ese círculo de la impotencia que une al alumno con el explicador del viejo método (que a partir de ahora le llamaremos simplemente el Viejo). Pero la relación de fuerzas es muy particular. El círculo de la impotencia está ya siempre ahí, es el movimiento mismo del mundo social el que se disimula en la diferencia evidente entre la ignorancia y la ciencia. El círculo de la potencia solamente puede tener efecto a partir de su publicidad. Pero sólo puede aparecer como una tautología o un absurdo. ¿Cómo puede ser que el maestro sabio no entienda nunca que puede enseñar lo que ignora tan bien como lo que sabe? Considerará este aumento de la potencia intelectual como una devaluación de su ciencia. Y el ignorante, por su parte, si no se cree capaz de aprender por sí mismo, aún menos se sentirá capaz de instruir a otro ignorante. Los excluidos del mundo de la inteligencia suscriben por sí mismos el veredicto de su exclusión. En resumen, el círculo de la emancipación debe comenzarse.

Ahí está la paradoja. Pues, pensando un poco, el «método» que propone es el más viejo de todos y no deja de verificarse todos los días, en todas las circunstancias en las cuales un individuo tiene necesidad de apropiarse de un conocimiento que no puede hacérselo explicar. No existe hombre alguno sobre la tierra que no haya aprendido alguna cosa por sí mismo y sin maestro explicador. Llamemos a esta manera de aprender «enseñanza universal» y podremos afirmarlo: «La enseñanza universal existe realmente desde el principio del mundo al lado de todos los métodos explicativos. Esta enseñanza, por sí misma, ha formado realmente a todos los grandes hombres.» Pero he aquí lo extraño: «Todo hombre ha tenido esta experiencia miles de veces en la vida, y sin embargo nunca nadie tuvo la idea de decir a otra persona: Aprendí muchas cosas sin explicaciones, creo que ustedes pueden hacerlo como yo (...) ni a mí ni a nadie en el mundo se nos ha ocurrido que esta experiencia podía ser empleada para instruir a los demás.» A la inteligencia que dormita en cada uno, bastaría decirle: Age quod agis, atiende a lo que estás haciendo, «aprende el hecho, imítalo, conócete a ti mismo, éste es el camino de la naturaleza».4 Repite metódicamente el método del azar que te ha dado la medida de tu poder. La misma inteligencia obra en todos los actos del espíritu humano.

Pero ahí esta el salto más difícil. Todo el mundo practica este método si le es preciso pero nadie quiere reconocerlo, nadie quiere enfrentarse con la revolución intelectual que significa. El círculo social, el orden de las cosas, prohíbe que sea reconocido como lo que es: el verdadero método por el cual cada uno aprende y toma conciencia de su capacidad. Es necesario atreverse a reconocerlo y proseguir la verificación abierta de su poder. En caso contrario el método de la impotencia, el Viejo, durará tanto como el orden de las cosas.

¿Quién querría empezar? En esa época había todo tipo de hombres de buena voluntad que se preocupaban por la instrucción del pueblo: hombres de orden que querían elevar al pueblo por encima de sus apetitos brutales; hombres revolucionarios que querían conducir al pueblo a la conciencia de sus derechos; hombres de progreso que deseaban, a través de la instrucción, reducir la distancia entre las clases; hombres de industria que soñaban con proporcionar, a través de ella, a las mejores inteligencias del pueblo los medios para la promoción social. Pero todas estas buenas intenciones encontraban un obstáculo: los hombres del pueblo tienen poco tiempo y aún menos dinero para esta adquisición. Por eso se buscaba el medio más económico para difundir el mínimo de instrucción considerada, según los casos, necesaria y suficiente para la mejora de las poblaciones trabajadoras. Entre los progresivos y los industriales existía un método con prestigio, la enseñanza mutua. Permitía reunir en un extenso local a un gran número de alumnos divididos en escuadras, dirigidas por los más avanzado de ellos, promovidos al rango de monitores. De esta manera, la dirección y la lección del maestro irradiaban, por el conducto de estos monitores, sobre toda la población a instruir. Tal imagen complacía a los amigos del progreso: es así como la ciencia se reparte desde las cumbres hasta las más modestas inteligencias. La felicidad y la libertad descenderían después.

Esta clase de progreso, para Jacotot, traslucía represión. Adiestramiento perfeccionado, decía. Soñaba con otra cosa para el lema de la instrucción mutua: que cada ignorante pudiera hacerse para otro ignoranteel maestro que le revelaría su poder intelectual. Más exactamente, su problema no era la instrucción del pueblo: se instruye a los reclutas a los que se alista bajo su bandera, a los subalternos que deben poder comprender las órdenes, al pueblo que se quiere gobernar –de manera progresiva, se entiende, sin derecho divino y según la única jerarquía de las capacidades–. Su problema era la emancipación: que todo hombre del pueblo pueda concebir su dignidad de hombre, tomar conciencia de su capacidad intelectual y decidir su uso. Los partidarios de la Instrucción aseguraban que ésa era la condición de una verdadera libertad. Después de lo cual reconocían que debían instruir al pueblo, y se ponían a discutir sobre qué tipo de instrucción tenían que darle. Jacotot no veía qué libertad podía resultar para el pueblo de los deberes de sus

instructores. Todo lo contrario, pensaba que el asunto era una nueva forma de atontamiento. Quien enseña sin emancipar atonta. Y quien emancipa no ha de preocuparse de lo que el emancipado debe aprender. Aprenderá lo que quiera, quizá nada. Sabrá que puede aprender porque la misma inteligencia actúa en todaslas producciones del arte humano, que un hombre siempre puede comprender la palabra de otro hombre. El editor de Jacotot tenía un hijo débil mental. Se desesperaba al no poder hacer nada con él. Jacotot le enseñó el hebreo. Después el niño se convirtió en un excelente litógrafo. El hebreo, eso es evidente, no le sirvió nunca para nada –tan solo para saber lo que ignorarían siempre las inteligencias mejor dotadas y más informadas: no se trataba del hebreo

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Las cosas estaban claras: éste no era un método para instruir al pueblo, era una buena nueva que debía anunciarse a los pobres: ellos podían todo lo que puede un hombre. Bastaba con anunciarlo. Jacotot decidió dedicarse a ello. Declaró que se puede enseñar lo que se ignora y que un padre de familia, pobre e ignorante, puede, si está emancipado, realizar la educación de sus hijos, sin la ayuda de ningún maestro explicador. E indicó el medio de esta enseñanza universal: aprender alguna cosa y relacionar con ella todo el resto según este principio: todos los hombres tienen una inteligencia igual.

Se conmovieron en Lovaina, en Bruselas y en La Haya; se trasladaron de París y Lyon; vinieron de Inglaterra y Prusia para escuchar la noticia; se la llevó a San Petersburgo y a Nueva Orleáns. El impacto llegó hasta Río de Janeiro. Durante algunos años la polémica hizo furor y la República del saber tembló sobre sus bases.

Todo eso porque un hombre de espíritu, un sabio prestigioso y un padre de familia virtuoso se había vuelto loco, a consecuencia de no saber holandés.